La autora sostiene que las imágenes pornográficas de las torturas a prisioneros iraquíes “han desnudado por completo la pequeña fuerza que hubiera quedado en la retórica humanitaria sobre la guerra”, además de mostrar que la “mujer también puede usar el sexo como poder, para humillar y torturar”
La violencia sexual es un crímen de guerra
Una mujer ata un nudo alrededor del cuello de un hombre desnudo y lo obliga a arrastrarse por el piso. Personas de uniforme desnudan a un grupo de hombres encapuchados y entonces, laboriosamente, los hacen formar una pirámide. Los hombres son forzados a masturbarse y a simular felación. En los días anteriores todos participamos en la contemplación de pornografía. La imagen de hombres y mujeres jóvenes, admirativos y sonrientes, posando frente a sus cautivos desnudos y degradados, ha causado un impacto profundo. Esas instantáneas tal vez nos dicen más de lo que deseamos saber sobre el corazón de las tinieblas de nuestra sociedad.
Este festival de la violencia es altamente pornográfico. Las víctimas han sido reducidas a objetos de exhibicionismo o “carne” anónima. O portan capuchas o el encuadre les ha cortado la cabeza. Personas exultantes toman fotografías de los genitales de sus víctimas. Aquí no hay confusión moral: los fotógrafos ni siquiera parecen estar al tanto de que están registrando un crimen de guerra. Nada sugiere que estén documentando una moralidad particularmente torcida. Para la persona detrás de la cámara, la estética de la pornografía protege de la culpa.
De hecho, hay una atmósfera carnavalesca en las fotografías. Los que perpetraron esta violencia sexual se están divirtiendo evidentemente. El cliché, “la guerra es el infierno”, cobra un nuevo y helado vigor en estas imágenes. Después de todo, estas fotografías no son “sobre” los horrores de la guerra. Muchas, si no la mayoría, son parte de una glorificación de la violencia. No hay duda de que muchas de estas imágenes fueron tomadas por personas que les agradaba lo que veían. O lo que habían hecho. Son trofeos; conmemoran acciones agradables.
Es difícil evitar la conclusión de que para algunos de estos estadunidenses crear un espectáculo de sufrimiento era parte de un ritual que los unía. Se está soldando la identidad de un grupo victorioso en un Irak cada vez más brutalizado: esta es una representación de camaradería entre hombres y mujeres que se apartan de la sociedad civilizada de su país por medio de actos de violencia. Sus ritos crueles, y a menudo carnavalescos, constituyen lo que Mijail Bajtín llamaba “transgresión autorizada”. Después de todo, hay una evidencia de que autoridades militares superiores sabían lo que pasaba en la prisión pero voltearon hacia otra parte, aceptando el abuso como necesario para recabar información de inteligencia o para dar una válvula de escape a individuos en pánico que viven en un país que se torna cada vez más hostil.
Más aún, la pornografía del dolor que muestran estas imágenes es de naturaleza fundamentalmente voyeurista. Se representa el abuso para la cámara. Es público, teatral, y cuidadosamente escenificado. Estas imágenes obscenas tienen su contraparte en la peor pornografía sadomasoquista no consentida. Está erotizado el infligir dolor.
Es importante, sin embargo, no ver las imágenes como insólitas. Después de todo, la tortura y la violencia sexual son endémicas en tiempos de guerra. En el pasado, como ahora, el personal militar tiende simplemente a aceptar que se cometan atrocidades, incluidas las sexuales. Como admitió un coronel durante la Primera Guerra Mundial: “He visto a mis propios hombres cometer atrocidades, y debo esperar verlo otra vez. Usted no puede estimular y dejar suelto al animal y entonces confiar en que será capaz de enjaularlo de nuevo cuando usted quiera.”
Visto como el resultado inevitable de las necesidades sexuales del hombre (el “animal en el hombre”), la humillación sexual y la violación de prisioneros de guerra fueron consideradas como un problema militar sólo cuando amenazaban directamente la conducción de la guerra o la reputación de una potencia impuesta. Como predijo el general Patton durante la Segunda Guerra Mundial, “habrá algunas violaciones, incuestionablemente.” Era “un poco de relajamiento y recreación” para el personal. Los factores que facilitaban otras formas de atrocidades facilitaban la violación. Los uniformes proporcionaban el anonimato. Se deshumanizaba a las víctimas potenciales; los agresores diluían su individualidad. En conflictos militares el pene fue codificado explícitamente como un arma.
Lo que es particularmente interesante en estas fotografías del abuso en Irak es el papel prominente de Lynndie England. Una rama particular de la teoría feminista –popularizada por Sheila Brownmiller y Andrea Dworkin– pretende argumentar que la disposición para violar es inherente al cuerpo masculino. El argumento de que sólo los hombres violan, tienen fantasías de violación, o son beneficiarios de la cultura de la violación, no puede sostenerse frente a ejemplos descarados de autoras femeninas de violencia sexual. En estas fotografías el pene mismo se vuelve un trofeo. La mujer también puede usar el sexo como poder, para humillar y torturar.
No importa cuánto quiera descartar el uso de la palabra “tortura” el secretario de Estado, Collin Powell, no hay otra palabra que pueda describir estos actos. En la tortura y en otras formas de abuso, el causar dolor y humillación no necesariamente busca extraer información. Golpizas, ritos de humillación e insultos verbales se usan a menudo para hacer que los prisioneros describan actos o revelen nombres ya conocidos por la policía o los militares. A menudo las preguntas son de poco valor práctico para los torturadores y para el régimen. Los interrogatorios se suelen acompañar con la demanda para que los prisioneros firmen un documento donde declaran que reconocen los errores de su conducta. La aparente futilidad de esas demandas indica la naturaleza de la empresa de sus torturadores. Quieren destruir la identidad de la víctima.
El mal de la tortura no se restringe a la violencia extrema inflingida al cuerpo. Muchos tipos de dolor intenso y sufrimiento físico, ya sea en la guerra, durante actos de martirio religioso, o simplemente como resultado de una mala salud, son tolerados con dignidad y paciencia. El mal de la tortura está en otra parte: éste le niega a la víctima el mínimo reconocimiento ofrecido por la sociedad y la ley, y al hacerlo así, destruye el respeto que la gente espera de los otros habitualmente. Más importante aún, la tort
ura apunta a minar la forma en que la víctima se relaciona con su propio yo, y de esta forma amenaza con disolver el fundamento de la personalidad de un hombre. La tortura encarna la violación de otro individuo. La naturaleza sexual de estos actos muestra que los torturadores comprenden el papel central de la sexualidad para la identidad de sus víctimas. Los autores de estas fotografías apuntan a destruir el sentido del yo de la víctima al infligirle una humillación sexual extrema y registrarla. Como en la descripción de Jean Améry, al ser torturada por los nazis, la violación sexual es tan devastadora no tanto por la agonía física sufrida sino porque las otras personas presentes son impermeables a la víctima. La tortura destruye “la confianza en el mundo.” Quien haya sucumbido a la tortura ya no puede considerar que el mundo es su casa.”
La muestra del cruel placer alcanzado en el castigo a los prisioneros iraquíes ha reverberado a través del mundo, confirmando en muchos países el estereotipo negativo de los occidentales como decadentes y obsesos sexuales. Muchas personas han cuestionado los motivos y la acción de guerra en Irak, pero esas imágenes pornográficas han desnudado por completo la pequeña fuerza que hubiera quedado en la retórica humanitaria sobre la guerra. En el mundo árabe, el daño ya está hecho, y es irrevocable.
Joana Bourke, Maestra de historia militar y escritora. Tomado de The Guardian. (Traducción de Rubén Moheno)