Tariq Ali, el notable intelectual pakistaní radicado en Londres, uno de los más agudos críticos del capitalismo y de las políticas imperialistas impulsadas por la Casa Blanca en todo el planeta, acaba de publicar un libro extraordinario. Su título: Piratas del Caribe. El eje de la esperanza (Buenos Aires: Ediciones Luxemburgo, 2007). En este volumen, el autor, hombre que ya el público hispanohablante conoce a través de sus ensayos y novelas como El choque de los fundamentalismos y Bush en Babilonia: La recolonización de Irak, analiza con brillantez y una elegancia estilística poco común el itinerario recorrido por la Revolución Cubana, el bolivarianismo venezolano, la experiencia de gobierno de Evo Morales en Bolivia y la más reciente de Rafael Correa en Ecuador. Pero el autor no se limita a incursionar sobre la problemática de estos cuatro países: sus conocimientos y frecuentes viajes por la región amén de las múltiples entrevistas sostenidas con algunos de los más importantes líderes de la izquierda latinoamericana lo facultan para formular incisivos comentarios sobre los gobiernos de la decepcionante “centro-izquierda” latinoamericana, principalmente Argentina, Brasil y Chile. La sutil ironía con que el autor critica las distintas versiones del pensamiento de la derecha –y también de la pseudo-izquierda– contribuye a acrecentar aún más el atractivo de su obra.

El libro, cuya lectura fluye con singular facilidad gracias a la privilegiada pluma de su autor, examina en profundidad los fundamentos históricos y estructurales de los procesos revolucionarios –consolidados o en ciernes– y las transformaciones políticas en curso en la región. Todo esto haciendo gala de un estilo polémico, a la vez llano e incisivo, en donde la demolición de los argumentos más socorridos del pensamiento único en sus distintas variantes se realiza apelando a contundentes evidencias sabiamente combinadas con un humor muy refinado que deja a las víctimas de su crítica totalmente desarmadas.

Pero Piratas del Caribe no se limita a exponer las llagas del capitalismo en América Latina y el Caribe. Es asimismo un vibrante alegato a favor del socialismo y nuestras luchas emancipadoras y un ensayo crítico que denuncia implacablemente la forma en que la autodenominada “prensa seria” tergiversa permanentemente las noticias relativas a nuestra región. Se trata de una política sistemática y persistente de desinformación de masas que hace de la mentira y la manipulación informativa instrumentos cotidianos para consolidar la hegemonía ideológica del neoliberalismo. En el libro se comprueba la forma en que Le Monde, El País, The New York Times, The Economist y el Financial Times distorsionan groseramente con sus crónicas e informes especiales la visión difundida sobre los países que concentran la animosidad del imperio y sus aliados, y la estratégica función política desempeñada por esa prensa en la perpetuación del sometimiento de nuestros pueblos.

No se trata, como podría pensarse en un alarde de ingenuidad, de “errores” atribuibles a la superficialidad con que despistados corresponsales observan ciertos hechos o a la inevitable premura del ritmo periodístico. Son, en cambio, productos de una política premeditada, sistemática y persistente de desinformación de masas, eso que en un notable y pionero trabajo Noam Chomsky denominara la “fabricación del consenso”. Política que constituye un componente fundamental de la “batalla de ideas” y que ha hecho de la mentira y de la manipulación informativa instrumentos cotidianos de lucha para consolidar lo que en términos gramscianos podría denominarse “la dirección intelectual y moral” de la sociedad, componente esencial de la hegemonía global del neoliberalismo. Ali desmonta en algunos pasajes ejemplares de su libro la forma en que las falsedades e infundios son presentados por la supuesta “prensa seria” como si fueran informaciones veraces y objetivas, siendo el propósito de esta manipulación no otro que el de confundir al lector, al oyente o al televidente; desorientarlo y desinformarlo para, posteriormente, facilitar su movilización en contra de los gobiernos que intentan construir un mundo mejor. La evidencia que ofrece es tan contundente que cuesta imaginarse a alguien que, luego de conocer los antecedentes que se proporcionan en el libro, no sea ganado por un sentimiento de indignación ante la aviesa manipulación de que es objeto por los mercaderes de la información al servicio del capital.

En relación a la cobertura que hiciera la “prensa seria” del golpe de estado de abril de 2002 en Venezuela, Ali plantea:

“La cobertura del golpe que hizo la prensa a ambos lados del Atlántico –The Economist y el Financial Times– fue previsiblemente tendenciosa, desplegando con frecuencia una inclinación hacia la fantasía y la expresión de deseos más que a informar sobre la realidad sociopolítica. Los respectivos corresponsales en Caracas eran Philip Gunson (quien también trabaja como corresponsal del Miami Herald y como reportero antichavista “todo terreno” donde se lo precise) y Andrew Webb-Vidal. El dúo se posicionó permanentemente detrás de la oligarquía venezolana y sus partidos políticos. Contemplando la situación desde este punto de vista privilegiado, estos dos reptantes periodistas se convirtieron en los principales garantes de la llama oligárquica en los medios occidentales. El pasado de izquierda de Gunson como partidario de la Revolución Sandinista en Nicaragua y su desencanto luego de que esta colapsara amargaron su visión de Venezuela. Resentido y cínico, se transformó en un fervoroso opositor al proceso bolivariano, ligeramente avergonzado durante los primeros años, pero más y más rabioso en cuanto Chávez comenzó a crecer en figura y fuerza. Webb-Vidal –menos inteligente, pero más sesgado– desarrolló un tono, un método y una ética periodística de artículos de denuncia que, curiosamente, tenían

reminiscencias con el Pravda de la época de Brezhnev. Este sórdido juglar de un orden social desprestigiado no escondió sus simpatías oligárquicas y el Financial Times no encontró razón para cuestionar su ‘objetividad’” (pp. 22-23).

Para quienes padecemos a diario la lectura de la “prensa seria” en América Latina –o nos sometemos masoquísticamente ante las cadenas televisivas o radiales que prevalecen en nuestros países– lo anterior no hace sino ratificar un modelo de comportamiento político harto conocido. No obstante, algunos pensábamos que estas cosas se harían con un poco de mayor recato en los medios de comunicación de los capitalismos desarrollados. Estábamos equivocados. Otros, más ingenuos aún, se sorprenden ante la pasividad de Reporteros sin Fronteras o de la Sociedad Interamericana de Prensa ante tamañas afrentas a la labor periodística. Nueva desilusión. ¿Y qué decir del medio que durante largo tiempo fuera considerado como un verdadero modelo de “periodismo serio” y, para más señas, “progresista”: Le Monde? Un análisis exhaustivo del modo en que este periódico hoy (des)informa a sus lectores permite calibrar los alcances de su involución como periódico. El desprecio por sus lectores y por el tan pregonado “derecho a la información” (que no puede circunscribirse a los emisores de la misma –el derecho a informar– sino que debe remitir fundamentalmente al derecho que tienen quienes la reciben a ser informados de manera objetiva y verídica) queda evidenciado no sólo en la superficialidad de los reportes despachados por sus corresponsales desde Venezuela sino también en su imperdonable arbitrariedad, en la selectividad política con que nutren sus noticias y en el sesgo oposicionista que las informa. La abierta toma de partido de Le Monde en contra de Chávez y la revolución bolivariana lleva a nuestro autor a preguntarse:

“¿El partido de Le Monde distribuye, al menos, un periódico que informa a sus lectores? Este es un problema sobre el que volveremos en algún momento, ya que de los 500 artículos de todos los tamaños que Le Monde ha dedicado, más o menos directamente, a Venezuela desde 1999, ni uno solo brinda detalles acerca de la Constitución Bolivariana, ni uno solo ofrece precisiones sobre los decretos adoptados en 2001, ni uno solo explica las ‘misiones’ fomentadas por el gobierno. Ni siquiera con el propósito de evaluarlos. Escasamente, unos pocos párrafos al azar enmarcados en artículos de ‘análisis’ o ‘comentarios’. Sin embargo, para Le Monde no existen dudas: el gobierno de Chávez es una forma de ‘nacional-populismo tropical’ […] Y de todos los medios, como afirmábamos anteriormente, Le Monde no es el peor… pero es un referente” (p. 191).

Párrafo aparte merece la forma en que Ali encara su examen de las dos experiencias de transformación social más antiguas de la región. Es un análisis sin concesiones ni facilismos de alguien inequívocamente identificado con los procesos emancipadores de Cuba y Venezuela pero que, al mismo tiempo –y desde adentro de los mismos, lo cual es muy importante– no oculta sus críticas a algunos aspectos o episodios que contrarían sus convicciones. Su análisis de la revolución cubana entrelaza magistralmente la visita de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir a la isla en 1960, las tropelías de Washington a lo largo de medio siglo, los avatares de la Revolución Cubana y sus diálogos con los cubanos durante la visita que realizara en el 2005. Una buena muestra de lo que es el libro lo ofrece la narración del encuentro de su autor con intelectuales, artistas y público interesado que tuvo lugar en La Habana en Casa de las Américas. El pasaje dice lo siguiente:

Antes de intercambiar recuerdos, una mujer canosa y vivaz me pide que le explique ‘su actitud hacia nuestra revolución’. Le respondo:

Era también nuestra revolución. Crecimos juntos. Mi generación se enamoró de la Revolución Cubana. Era el elemento lírico que nos atraía. El elemento que condiciona la psicología y la moral de cualquier sociedad. Leíamos sus libros, colgábamos en nuestras paredes esos pósters fascinantes que producían, reeditábamos en nuestras revistas discursos de Fidel y el Che, los defendíamos contra los marxistas dogmáticos que no creían que hubieran hecho una revolución y contra los liberales que sí lo creían… y porque los amábamos, creíamos en ustedes. Luego nos traicionaron yéndose a la cama con un burócrata feo y gordo llamado Brezhnev, y defendieron la invasión a Checoslovaquia del Pacto de Varsovia, y este giro afectó su cultura, y el elemento lírico prácticamente desapareció, y entonces nos tuvimos que separar.

Hubo algunas sonrisas tristes y luego silencio, hasta que mi interlocutora volvió a hablar:

¿Y ahora?

Ahora –le respondí– estamos los dos viejos. Nos necesitamos. Es el amor en los tiempos del cólera” (pp. 130-131).

Tiempos del cólera que encuentra a Tariq Ali y a un sector creciente de intelectuales y artistas (basta recordar el carácter multitudinario e internacional de los sucesivos Encuentros en Defensa de la Humanidad) y, por supuesto, de hombres y mujeres de todo el mundo, solidarios con Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador; con los movimientos sociales y las fuerzas políticas que lucha

n por la emancipación de nuestros pueblos y cada vez más compenetrados con la impostergable necesidad de poner fin no sólo a la pesadilla neoliberal sino al sistema capitalista en su conjunto, convertido en una mortal amenaza para la sobrevivencia de la especie humana. El papel de Fidel en el mantenimiento de la llama sagrada de la revolución, no sólo en Cuba sino en toda América Latina, cuando cundían el desconcierto y el derrotismo, es elocuentemente subrayado en el libro. Inspirado en la obra de Hemingway, El Viejo y el Mar, Ali dedica un capítulo entero al Comandante bajo el título de “El Viejo y la Revolución”. En él dice, entre otras cosas:

“Frecuentemente insultado por la Casa Blanca y tratado como una reliquia pasada de moda, Castro se mantiene firme. Si se viaja con frecuencia por América Latina, es difícil evitar su presencia. Se ha convertido en un ícono continental de la talla de Martí y Bolívar. Su historia y su ubicación geográfica ayudaron a Cuba a evitar el destino de Europa del Este.

¿Por qué Fidel no se retiró como Nelson Mandela? Porque sabía que la lucha todavía no estaba terminada; que La Habana no era Johannesburgo; que ningún millonario de Miami ayudaría a construir su estatua en tamaño real para que sirva de telón de fondo para fotografiar a delegaciones visitantes de empresarios del mundo globalizado, ansiosos por hacer negocios con el gobierno cubano. Y fundamentalmente porque, al igual que Bolívar, piensa en continentes, no en balances bancarios. Tiene un sentido real de la historia, sus zig-zags, sus sorpresas y su originalidad. Veinte años atrás, pocos hubieran creído que las aspiraciones expresadas en la Primera Declaración de La Habana recibirían un ímpetu tremendo mediante elecciones democráticas en Venezuela y Bolivia” (pp. 147-148).

Ali es plenamente conciente de la irreemplazable contribución hecha por la Cuba revolucionaria para el sostenimiento de las luchas cuando parecía que el imperialismo iría a arrasar con todo. Sólo Fidel estaba absolutamente convencido de que Cuba podía resistir el brutal golpe que significó el derrumbe de la Unión Soviética, dejando a la isla a merced de la desbocada agresividad del imperio. También de que más pronto que tarde la heroica resistencia del David caribeño iría a desencadenar un juego de fuerzas que se traduciría en el despertar de los pueblos de nuestra América. Sus extraordinarias dotes de liderazgo –una peculiarísima combinación del idealismo y sed de justicia de Don Quijote con la férrea voluntad de Ignacio de Loyola– tuvieron la virtud de galvanizar una resistencia popular que sin la ejemplaridad de su máximo dirigente tal vez no hubiera sido posible alcanzar. Como lo demuestra en sus páginas este libro, ese pensar en continentes y en procesos históricos de larga duración requiere de un liderazgo dotado de una visión que llega mucho más lejos que el común de los mortales. Exige además una inusual amalgama de inteligencia teórica (que lo faculta para comprender el mundo en que vivimos) y de férrea voluntad política. O, dicho en otros términos, una síntesis harto infrecuente entre capacidad intelectual y el coraje y el valor tan exaltados en la filosofía política de la Grecia clásica. Exaltados también por el propio Maquiavelo, cuando definía al gran estadista, a los fundadores de estados y civilizaciones, como aquellos que sabían combinar la astucia o sabiduría del zorro con la fuerza del león. Y, como se comprueba aquí una vez más, Fidel ha combinado ambas cosas a la perfección a lo largo de más de medio siglo.

El libro de Tariq Ali, en suma, aporta una valiosa mirada panorámica sobre la política latinoamericana contemporánea y, muy especialmente, sobre los avatares de los intrépidos “Piratas del Caribe” que, como bien se deja sentado en el subtítulo de su libro, constituyen una alentador “eje de la esperanza” para nuestros pueblos.